miércoles, marzo 27, 2024

«La vela, otra vez», de Walid Khazendar

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Sólo para dormir un rato
y luego despertarme –
esto me quitaría la mochila
de mis hombros
sacaría la presión de mi pecho
y reventaría los botones – los
botones demasiado apretados 
–las obleas de hojalata–
atascados ahí
¿fue en vano entonces todo
lo que lanzamos?
¿lo que nos cayó tan fuerte?
– es hora de que tracemos una línea
quiero decir es hora de que empezamos de nuevo
mientras se dormían sus manos
ellas vacilaron un poco
la porcelana azul captó
la puesta de sol para que esa grieta en la pared
sea una división real, cada vez más profunda
que se dirigía hacia el techo e hizo
que pareciera caer sobre nosotros
– como de costumbre el polvo me distrajo
lo vi como terminado y finalizado
pero todavía manchado
con sillas y bancos
y plantas que no estaban ahí
– era tan sólido el aire
mientras de los marcos en las paredes
retiraban a los difuntos
y luego la ventana la desnuda
ventana sin cortina
mostraba una vela
– esa vela
ya era sólo jirones
pero que aún así guiaba el viento















martes, marzo 26, 2024

“Con las manos atadas”, de Claudia Piñeiro





Abrieron la puerta del baño y nos empujaron dentro. El más gordo nos tumbó en el piso, nos sentó de espaldas y, con una soga, nos ató las manos, juntas, las de ella con las mías. Luego salió y cerró la puerta con llave. Nos quedamos en silencio esperando que se fueran, todo lo que había de valor en la escribanía ya se lo habíamos entregado. Sin embargo, antes de irse, dieron una última revisada. Por el ruido sabíamos que estaban estrellando los libros contra el piso. La escribana estaba muy asustada, no debe ser fácil para una mujer joven y linda como ella pasar por una situación así. No es que a mí no se me hubiera cruzado por la cabeza que a lo mejor los tipos me terminaban pegando un tiro. Pero el susto de ella era distinto. Yo vi cuando el gordo le miraba las piernas con ojos libidinosos. Creo que si no fuera porque el que hacía de jefe lo apuraba, terminaba haciéndole cualquier cosa. Tuvo suerte la escribana, la sacó barata.


Del otro lado de la puerta se oyó el ruido de un chorro de agua cayendo desde cierta altura.

 

—¿Y eso? —dije.

—Están meando, Gutiérrez —me contestó la escribana.

—Mientras no sea sobre el protocolo...

—¡Me importa un carajo el protocolo, Gutiérrez!

 

La escribana es mal hablada. Una pena, no le queda bien. Y tampoco entiende demasiado del oficio de notario. Un escribano cuida el protocolo como a su propio hijo. Aunque yo no tengo hijos me lo puedo imaginar. A mí sí que me importaba que orinaran sobre el protocolo. Pero claro, mi vida es esta escribanía. Todo lo que soy lo aprendí en este lugar. El tío de la escribana me lo enseñó. El Doctor Azcona, el escribano. Él sí que hacía un culto de esta profesión. Para él preparar un testimonio, certificar una firma, hacer un estudio de títulos, eran palabras mayores. Él sabía lo que significaba dar fe; si Azcona ponía la firma, uno podía quedarse tranquilo. En cambio esta chica, si no fuera porque estábamos Mirta y yo, no sé qué hacía. Mucha universidad y todas esas cosas, pero cuando hay que ir a los bifes no entiende nada.

 

El Doctor Azcona no tenía hijos. Aunque, en realidad, a mí siempre me trató como a uno. Yo creo que fue para agradecerle lo que hizo por mí que me puse a estudiar abogacía. Y eso que cuando empecé ya había cumplido treinta y ocho años. Me costó bastante. Hubo materias que tuve que dar como tres o cuatro veces. Estoy convencido de que por esa carrera me terminé separando de Julia. Yo no paraba ni un minuto. Las pocas horas libres que me dejaba la escribanía se las dedicaba al estudio, ella se sintió sola y se terminó yendo. En el fondo la entendí. Julia había entrado en una edad difícil para una mujer. Además siempre tuvimos tiempos distintos, para todo. Al año de separarme me recibí de abogado y empecé con las materias para ser escribano, que era lo que yo realmente quería. El Doctor estaba orgulloso de mí. Siempre me preguntaba cómo me iba en los exámenes, me prestaba libros. Yo estaba seguro de que cuando me recibiera, si pasaba el examen, iba a terminar siendo adscripto a su registro. Estudié tres años seguidos para dar ese examen pero nunca lo di. Porque entonces apareció ella, una sobrina que yo nunca había oído nombrar, con veintisiete años y el título de escribana recién sacado del horno. Me acuerdo que el día que Azcona me llamó a su oficina y me dictó el borrador del poder por el que le dejaba todo a ella, fue como si me hubieran tirado un balde de agua fría. Cuando pasé el poder al libro me equivoqué tres veces, tuve que hacer tres enmiendas. La primera vez en mi vida que me equivocaba en el libro. “Al fin perdiste la virginidad, Gutiérrez”, me había dicho Mirta riéndose, mientras yo salvaba.

 

Se escuchó el golpe de la puerta de entrada al cerrarse, y luego un silencio.

 

—Se fueron...

—¿A usted lo espera alguien, Gutiérrez?

—No... yo soy solo... me separé hace un tiempo.

—Entonces, si no hacemos algo, hasta mañana no nos encuentra nadie.

 

Intentamos sacarnos la soga, pero enseguida nos dimos cuenta de que era imposible y de que, cuanto más tirábamos, más se ajustaba el nudo.

 

La escribana giró sus piernas hacia la puerta y la empezó a patear. Yo la miré por sobre mi hombro. Alcanzaba a verle la pantorrilla. En una de sus patadas se le voló un zapato. Traté de decirle que me parecía un esfuerzo inútil pero no me escuchó. Siempre parecía que no me escuchaba. Sobre todo cuando le iba con algún asunto de trabajo complicado: “Gutiérrez, no me venga con problemas. Soluciónelo y cuando lo tenga resuelto me viene a ver”. Era evidente que ella no era escribana de raza. Esa chica se metió en la profesión porque vio la veta que tenía con su tío. Lo único que parecía importarle eran los trajecitos que se ponía, demasiado cortos para lo que se usa en nuestro ambiente. Y que el color de los zapatos combinara con el de la cartera.

 

—Yo no puedo creer que tenga que pasar la noche acá....

—Por qué no se tranquiliza y trata de descansar...

—¡Gutiérrez, ¿a usted le parece que yo puedo descansar en estas condiciones?! ¡Tengo el culo frío por las baldosas del piso, las manos apretadas contra su trasero, y usted hablándome todo el tiempo!

 

Se le fue la mano. A medida que el tiempo corría me tuvo que dar la razón. El sueño la fue venciendo. Me di cuenta por cómo se movía su espalda sobre la mía cuando respiraba. Acomodó su cabeza sobre mi hombro y la dejó caer hacia atrás.

 

—Apóyese tranquila, escribana, que yo no tengo nada de sueño —le dije, pero no me oyó porque ya estaba dormida.

 

Se movía, apenas, y al hacerlo refregaba el pelo contra mi cuello. Hasta me hacía un poco de cosquillas. Pero no la iba a despertar, cómo le iba a hacer eso. Me acomodé para que ella calzara mejor. Tenía puesto el perfume que usa siempre, aunque esta vez parecía mucho más fuerte. Yo estaba acostumbrado a oler la estela que dejaba, pero me mareaba sentirlo tan cerca. Su oficina siempre olía a ella. Me acuerdo de que un día que firmó muchas actas y poderes, antes de guardar el protocolo, me lo llevé hacia la cara y lo olí. Era como si ella estuviera ahí, metida adentro del libro mismo. Nunca antes la había tenido tan cerca como en ese baño. Si giraba mi cabeza hacia su lado, podía apoyar mi nariz sobre su pelo y olerlo. Lo hice. Justamente la estaba oliendo cuando ella se despertó.

 

—Gutiérrez, ¿nos tiramos de lado así podemos dormir mejor?

—Como usted diga, escribana.

 

Nos dejamos caer hacia su derecha y fuimos estirando las piernas. Enseguida la escuché respirar profundo otra vez y supe que estaba dormida. Sentí la curva de su cola sobre mi cintura. Se acurrucó y apoyó su pie descalzo sobre mi pantorrilla. Me saqué los zapatos con esfuerzo, siempre me ajusto mucho los cordones para que no se me deshaga el nudo mientras camino. Yo camino bastante, treinta cuadras por día. Le saqué el zapato que le quedaba puesto y le froté la planta del pie. Pensé que podía tener frío. Sus manos se movieron en el hueco que dejaban las curvas de nuestras cinturas. Le quise dar calma y entrelacé mis dedos con los de ella. Acaricié sus dedos subiendo y bajando los míos tanto como la soga me lo permitía. La escribana tenía la piel suave. Lo comprobé haciendo pequeños círculos con mis yemas. Se ve que ella soñaba con alguien porque en un momento me apretó la mano fuerte, con confianza, como debía hacer con esos hombres que la llamaban a la escribanía. Mi mano quedó aplastada contra la curva de su cola. La recorrí apenas y comprobé que era tal como la imaginaba. Me hubiera gustado apretarla. Por un momento me imaginé atado a ella, pero frente a frente, sintiendo su respiración sobre mi cara, llevando las manos atadas de los dos hasta sus pechos para tocarlos, sintiéndola donde más la sentía. Me imaginé que la besaba, una y otra vez, bien profundo, como si me quisiera meter dentro de ella. Me imaginé dentro de ella. Y fue tan real como cuando tenía catorce años y me movía entre las sábanas. Real aunque yo estuviera tirado en el piso del baño de la escribanía con las manos atadas. Porque lo que sucedía dentro de mí sólo era posible si yo estaba dentro de ella. Traté de que ese momento durara, que no se fuera, moviéndome apenas para no molestarla. Entonces, cuando sentía un placer que no recordaba haber sentido antes, no pude más y me dejé ir. Creo que fue mi último aliento lo que la despertó, me puse alerta, aunque enseguida se durmió otra vez. Yo también me dormí.

 

Cuando Mirta entró a la mañana siguiente, no podía parar de gritar. La escribana empezó a patear la puerta otra vez pero Mirta gritaba tanto que no la oía. Entonces grité yo, con una fuerza que no sólo sorprendió a la escribana sino a mí mismo. Mirta trajo al encargado del edificio y abrieron la puerta. Enseguida nos desataron. La escribana se quejó de sus brazos entumecidos, creo que yo también los tenía entumecidos. Y de inmediato le pidió a Mirta que se comunicara con la policía mientras ella llamaba a alguien por la otra línea. Debe de haber llamado a un hombre, le pidió que viniera a buscarla. Yo la espiaba mientras juntaba papeles orinados del piso. La escribana tenía la pollera arrugada, estaba despeinada y el maquillaje se le había corrido. Me quedé mirándola.

 

—¿Qué mira, Gutiérrez? ¿Por qué no se va a dar una ducha y a descansar un poco?

 

Me puse colorado. Bajé la vista y me encontré con mi pantalón manchado por una humedad espesa. Agarré la carpeta de la “Sucesión Martín Cabrera” que estaba sobre el escritorio y la puse delante de mí, a esa altura. Miré a la escribana y a Mirta, ninguna me miraba.

 

—Andá tranquilo, Jorge, que yo me ocupo de todo —dijo Mirta—. Con la noche que pasaste, no sé cómo podés seguir en pie.

 

La escribana se fue apenas le avisaron que estaban esperándola abajo. Yo también; unos minutos después tomé mi sobretodo y me fui.

 

El ascensor olía a ella.

 

 

 

en Quién no, 2018





















lunes, marzo 25, 2024

«Un poema de amor a mi tía – un nombre perseguido», de Mayy Sayegh

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Ardo de pena,
Las lágrimas arden en mis ojos,
No soy una piedra; el anhelo es una gran carga.
Y tú eres el puente que me une a la muerte.
Cascos extraños en la calle Mukhtar
Azotan como látigos, bloqueando el cortejo fúnebre.
Persiguiendo a tu amado y encantador nombre,
En el ataúd reclinado sobre la herida de Gaza.

No soy una piedra;
Los almacenes, con puertas soldadas con oxicorte, hacen que llueva
Sangre sobre mí, mordiendo como muerde la tragedia.
Me abro camino a través de los fuegos;
La manifestación cruza con orgullo mi frente,
A través de los callejones del anhelo, donde son confiscados
Los blancos lirios del mar y las flores de alheña.
Donde son confiscadas hasta la fragancia de jazmín y de naranja.
Ahí tu tumba permanece desnuda – rescatada la flor de la resistencia.

No soy ninguna piedra.
Mujer, lucho incluso ante tu amarga muerte,
El olor de la muerte rondaba con frecuencia tus ventanas,
Tres veces fuiste golpeada y a la cuarta caíste
Todos los recuerdos se disolvieron en mi sangre,
Y rodearon la antigua tumba y los senderos cubiertos de árboles.
La hierba se rio de la sombra de mi infancia y me llevó a tu tumba. 
 
Entonces el olor de la higuera inclinada me causó dolor, mujer,
luchando incluso en tu amarga muerte,
¿Sabes que la manifestación fue un éxito; que nunca podrán eliminar
El tatuaje de la lucha de tus brazos,
Ni borrar la fecha de tu nacimiento?
Brillarás eternamente, encadenando a los ocupantes,
Azotándolos con el látigo del sol. 
















domingo, marzo 24, 2024

“El silencio”, de Ada Negri





Hasta en tu cólera taciturna te amaba Ella…

cuando te encerrabas en ti mismo,

como en una armadura erizada de púas,

como detrás de una puerta de bronce,

guardada con siete llaves.

 

Resignada, sin protestas,

estrujado el corazón de angustia

sufría tus largos silencios,

solo atreviéndose a seguir tus pasos,

con el suyo, acolchado de sombras…

osando apenas furtivas caricias,

con su breve mano ligera,

más suave, cuanto más duro el yugo amoroso

que la ataba a ti...

 

Pero la expresión de tu cólera, Amado,

no se disipa; que extraviadas están

las llaves que cierran la puerta de bronce.

 

En vano la pequeña mano,

golpea noche y día la puerta,

Qué despiadado y eterno

es el silencio de tu sepulcro.

 

 

 

en Il libro di Mara, 1919





















sábado, marzo 23, 2024

«Las Montañas Verdes son padres…», de T'ung-shan Liang Chieh

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Las Montañas Verdes son padres de las nubes blancas:
Las nubes blancas son hijas de las montañas.
Las nubes blancas andan juntas todo el día.
Habitualmente, a la montaña no le importa.











viernes, marzo 22, 2024

«Murió un extraño», de Rashid Hussein

Versión de Juan Carlos Villavicencio




El sol no fue sorprendido
Ni la luna fue borrada
Sin ni una gota de lluvia
Apenas tembló la tierra.
Las lágrimas que subían a mis ojos
Fallaron antes de caer
Mi corazón se partió en dos:
Fue una muerte que pasó desapercibida.

Hermana,
Sin aire la luna se abre roja esta noche,
Los lirios blancos se sonrojan
Tu amor por él es una mancha de sangre
Sus ojos entrecerrados:
Los brotes de narciso están somnolientos
                 por la caída de la tarde.

Derramé a toda prisa montones de tierra
                 sobre su frágil cuerpo
Pero nunca pude cubrir su noble rostro,
                 su penetrante mirada. 
¿Su conciencia? Ojalá se la diera a Caín.
Gusanos ciegos comerán el corazón de sus ojos
Sus dos hijos seguirán muriéndose de hambre.

Cuando la brisa del atardecer anuncia el ocaso
Una mujer espera a un hombre ausente.
 
La doliente preguntará…
Sólo dile que lo dejaron dormir
En el regazo de su madre tierra
Ella llorará, estará de luto:
Verá cómo la brisa se detiene.

Respecto a los huérfanos: reza, reza
Y luego cuéntales cómo un joven
                 fue borrado del mapa

Ningún cielo lo lloró
Ninguna luna fue borrada
Ningún poeta escribió una elegía. 


















jueves, marzo 21, 2024

“Todo eso”, de Bruno Montané Krebs





Un buen verso es como una tabla

bien pulida, o como la perfecta correa

con que atamos al perro del poema.

Una buena palabra es la aparición

en tu sueño, una palabra que primero

tirita y que más tarde se convierte

en un trueno, la palabra buena.

Una buena línea puede ser como la tabla

perfectamente bien trabajada,

pero después de todo

puede ser que una línea no sea más

que un deshilachado hilo que flota

en una trama perfecta. Pero ¿cómo

es un párrafo?, ¿se parece a un pueblo

o a un solitario grupo de árboles

en el centro de un intachable paisaje?

En fin, quizás la página sea un pozo oscuro,

un rincón húmedo en un patio reseco,

un latido en el imperceptible ondeo

de la luz que respira en nuestra mente.

 

 

 

en Mapas de bolsillo, 2014





















miércoles, marzo 20, 2024

“Linternas en el túnel”, de Lina Meruane





Pensamos que era posible ocultarnos, que en el estrecho canal con sus estrechas columnas con sus aguas estrechas y nuestros pies enormes buceando entre ellas, pasar inadvertidos. Y fue posible hasta que la noche estreno orificios en su telón: astros nada fugaces, en absoluto efímeros como nuestros recuerdos: miradas azules en la noche estrellandose junto al arrastre de nuestras pezuñas, sobre los lomos de nuestros cuerpos mamíferos, infiltradas en nuestras escamas, en las gargantas anfibias y aullantes. Los ojos de la noche congelaban nuestro secreto, las nubes arremolinándose como nuestra confusión. El nervio óptico de la noche. No podemos oír qué dicen, dijo uno de nosotros. Y escuchamos el goteo de luces sobre el agua apozada. Quisiéramos entender, dijo, pero estábamos encerrados en la frontera de nuestro siseo. Voces roncas, las nuestras. Oídos que criban todo menos el silencio. Hundimos nuestras patas hacia adelante; nos sumergimos hasta que los párpados de las linternas se fueron cerrando y volvimos a encontrarnos en la oscuridad.

 

 

 

en Cien microcuentos chilenos, 2002

Edición de Juan Armando Epple





















martes, marzo 19, 2024

«De la mujer desgarrada», de Suheir Hammad

Versión de Juan Carlos Villavicencio


Fotografía original de Ernesto Arroyo


hija de palestina
hacer el amor puede ser tan peligroso
como los toques de queda rotas
guerrillas ocultas

te unes ahora a aquellos que no dejarán
la tierra acechan
mi sueño quien cuida mi
espalda cada vez que me acuesto
los suicidios forzados las
muertes por dote y

nora
decapitada por
su padre en su luna de miel 
prohibida él hizo desfilar
su cabeza por
el cairo para demostrar su
hombría esto es 1997

y sólo puedo esperar
que hayas tenido una canción especial 
un poema memorizado un secreto
que te haya hecho sonreír

este es un amor
poema porque ahora
te amo mujer
que vivió trató de
amar en este mundo de
machetes y pecado

huelo tus cenizas
de zaatar y almendras
bajo mi piel
llevo tus huesos 















lunes, marzo 18, 2024

Hoy: Presentación de "Entrever el cielo", antología poética de Pedro Prado (edición de Carlos Almonte)





Descontexto Editores
los invitan a la presentación de

 
Entrever el cielo
Antología poética de
Pedro Prado
 

Presentación a cargo de 
Micaela Paredes Barraza
(Poeta y crítica)

y
 
Carlos Almonte
(Poeta y editor de la antología)
 
Modera
Juan Carlos Villaviencio
(Poeta y editor de Descontexto)


Lunes 18 de marzo, 19:00 (Chile) 
en el canal de YouTube
de Descontexto Editores




















domingo, marzo 17, 2024

«Mimetismo», de Fady Joudah

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Mi hija
            no quiso dañar a una araña
Que anidó
Entre los mangos de su bicicleta
Por dos semanas
Ella esperó
Hasta que se fue por su cuenta

Si destrozas la red dije
Simplemente sabrá
Que este no es un sitio que pueda llamar hogar
Y podrías volver a andar en tu bicicleta

Ella dijo que así es como los demás
Se convierten en refugiados, ¿no?














sábado, marzo 16, 2024

“Premonición”, de Zhao Lihong





El relámpago atraviesa la pesadilla.

Abro los ojos.

La luz matinal se estremece en la ventana.

 

Los fragmentos de sueño

son pétalos que se dispersan,

mariposas maculadas,

viento ingrávido.

 

Mis pupilas se complacen,

sólo por un momento,

cuando de repente me encuentra

una mirada felina inmutable.

El gato en el techo me está mirando,

ojos verdes ardientes como dos planetas.

 

Un cuerpo volador de repente se desploma,

relámpago solitario,

marco inmóvil.

 

 

 

en Aflicciones, 2016





















viernes, marzo 15, 2024

«Cuando cae un misil», de Yahya Ashour

Versión de Alí Calderón



 
Cuando cae un misil
cerca de casa
me esperanzo
porque a pesar​​ 
de la injustificada
velocidad
ella​​ se dará cuenta
que hace tiempo
me acurruco
en una tumba
que ha cavado el miedo
Me digo: morirás de todas formas
tu maldita mala suerte…
 
Pero ya se sabe:​​ 
la Muerte desprecia
a los desahuciados​​ 













jueves, marzo 14, 2024

“Adonde quiera que vayamos”, de Henrik Nordbrandt





Adondequiera que vayamos

siempre llegamos demasiado tarde

a lo que una vez salimos a buscar.

 

Y en cualquier ciudad en que nos quedamos

están las casas a las que es demasiado tarde

para volver,

los jardines en los que es demasiado tarde

para pasar una noche de luna,

las mujeres a las que es demasiado tarde para amar,

lo que nos tortura con su intangible presencia.

 

Y sean cualesquiera las calles que creemos conocer

nos llevan más allá de los jardines floridos

que andamos buscando

y que difunden por toda la vecindad su intensa fragancia.

 

Y cualesquiera que sean las casas a las que volvemos

llegamos demasiado tarde para ser reconocidos.

 

Y cualesquiera que sean los ríos en que nos reflejamos

no nos vemos

hasta que les hemos dado la espalda.

 

 

 

en Nuestro amor es como Bizancio, 2010





















miércoles, marzo 13, 2024

«Yaffa en invierno», de Mosab Abu Toha

Versión de Juan Carlos Villavicencio




En el antiguo barrio árabe de Yaffa
las gallinas deambulan por las calles sucias.
Un gallo llora al amanecer.
Las casas raídas, desnudas para siempre,
debilitadas, tratan de sobrevivir
como hombres heridos con muletas.
Los cables eléctricos, telefónicos y de televisión
se mezclan y fusionan como una extensa telaraña,
desconcertando a las aves migratorias.
Los tubos de drenaje al aire libre se hacen pasar
por semáforos para perros y gatos callejeros,
incapaces de resistirse a olfatear el suelo
e inhalar el hedor de las alcantarillas.
Un auto aparca en la vereda
de una calle angosta.
Un adolescente enojado lanza una piedra y rompe
el frágil aire acondicionado de su vecino,
y luego huye.
La torre del reloj de Yaffa da las diez de la noche.
Al borde de la fatiga, el barrio
finalmente se va a dormir.
Las olas golpean los guijarros de la playa
deseando buenos sueños al vecindario.
Layla saeeda. Buenas noches. Layla saeeda.